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EL ANGEL DE LA SOMBRA

dolo, en lo íntimo, excelente remedio contra el pertinaz aislamiento de Luisa, motivo para él de recóndita inquietud. Ya había recomendado que lo evitaran; pero según respondió doña Irene, nadie conocía mejor la invencible obstinación de aquel capricho.

—Me parece muy agradable, muy útil, y competente como ninguno el catedrático, ya que M. Dubard se ha puesto, el pobre, tan viejito. Creo que Suárez Vallejo aceptará, porque debe estar un poco harto de su clientela bajo cero...

Sonrió con su propia alusión de doble sentido termoclínico, agregando por advertencia:

—Con todo, será mejor que lo hables tú, Tristán, o más bien Marta, para salvar el escollo quizá difícil del arreglo...

—Porque supongo, afirmó Luisa con categórica serenidad, que no vamos a cometer la grosería de proponerle una tarifa que no aceptará nunca.

—No veo, entonces, cómo... —balbuceó don Tristán, ahogando a medias su frase en el humo del cigarro que encendía.

—Me inclino a creer lo propio, opinó el doctor, y quizá encuentre yo el arbitrio. Veo, Luchita, que has comprendido al muchacho. No sólo es un hijo de sus obras, formado a todo el rigor de la suerte, huérfano desde la primera niñez, sino un espíritu generoso hasta la abnegación.

Y suspendiendo a medio ademán la taza de café:

—Creo que nunca les he referido cómo lo conocí. Fué ahora seis años, cuando hubo en la línea francesa aquel descarrilamiento que hizo tantas víctimas. Era yo el único médico que iba en el tren,