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LEOPOLDO LUGONES

—Si mandáramos por Adelita... para saber...—propuso.

Aprobó doña Irene, levantáronse padre e hijo, y en ese momento entró el doctor Sandoval que venía como todas las noches "a invitarse" su consabido café.


V

Ignacio Sandoval, médico de la familia y amigo íntimo de don Tristán con quien se tuteaba, aunque tenía quince años menos, había convertido aquel café de sobremesa en obligado prólogo de la tertulia del club, a la cual ambos acudían con idéntica regularidad, sin perjuicio de considerarla invariablemente aburrida.

Vinculado a doña Irene por cierto lejano parentesco que sólo bromeando mencionaba, viudo sin hijos desde la juventud, contrajo hacia aquella familia un afecto rayano en ternura para los dos jóvenes, aunque jamás excedido de la mesura profesional.

Siempre jovial, a despecho de canas precoces cuyo gris metálico obscurecía más aún el rostro cetrino, de curtida magrura y larga nariz, su afable charla parecía estar borrando constantemente en aquella faz, la ruda fiereza que le sobrevenía con el silencio.

—Gesto de los Mauleon, que fueron piratas—pretendía por afligir a su parienta.

Claro está que le consultaron el proyecto, sabiéndolo informado sobre los antecedentes del "profesor", y que lo aprobó sin ambages, considerán-