señora, no tiene ya día sano. Es más que un hombre un catarro de ochenta años cumplidos.
—M. Dubard... u otro así.
—Pero qué tiranía con tu hermana!
—Déjalo, mamá, dijo Luisa con jocosa displicencia, echando los brazos atrás para apoyar la cabeza en las manos. Quiere condenarme a vejestorio perpetuo.
—No hagas la víctima, hermanita. Claro que no dudo de ti. Pero a veces eres demasiado franca.
—Sin embargo, nadie hay más dócil para dejarse gobernar.
—De palabra, vuelvo a decirte; y tal vez por evitarte la molestia de discutir; pero acabando siempre por hacer lo que quieres. Mujercita al fin...
—Plagio de papá, señor hermano, como siempre que te pones cargoso.
—En suma, interrumpió la señora por avenencia, será mejor consultarlo con tu padre.
Así se hizo, en la mesa que presidían a la antigua, es decir desde ambas las cabeceras, don Tristán y su esposa; si bien por impedimento de esta última, siempre dolorida de su brazo neurálgico, ser vía su hermana mayor, la tía Marta, una solterona agregada a la familia, a un cuando disfrutaba de renta propia.
Consejera de doña Irene, quien se casó muy joven, y huérfanas ambas, formó desde luego parte del nuevo hogar, donde su prudencia ganóle a poco la estimación del marido, predispuesta por la piedad ante el contraste sentimental que había malogrado su existencia: el vulgar episodio del