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LEOPOLDO LUGONES

El también sentía un ansia profunda de llorar y dormir.

Así pasó el tiempo, indeterminado, inútil, bajo el ardiente sol que agravaba el desamparo de los campos desiertos.

Y ella estaba siempre allá, quieta, callada, y él sufriendo siempre hasta la agonía aquella impotencia de llorar y dormir.

La última vez que se vieron en el salón, ella dejó caer la cabeza en su hombro.

Tuvo de repente la impresión de volver a sentirla.

Miró de reojo con lentitud ...

Nada!...

En la meseta arenosa que a su espalda extendíase, reinaba plena la soledad.

Dichosos los muertos!

Una infinita sed de libertad le angustió entonces el alma.

No iba a dormir nunca, pues. El ansia inútil de llorar pesábale sobre el corazón, intolerable como una piedra.

Intolerable como una piedra...

Como una piedra que era menester echar de encima a toda costa.

Advirtió satisfecho que llevaba el revólver.

Sacólo con pausa, echándole una mirada cariñosa. Cómo había tenido la buena idea de alzarlo al salir!...

La vida que iba a dejar, inundó su ser con la embriaguez de una belleza sobrehumana.

Oh dulzura divinamente triste como la del amor! Dulzura de la perfección eterna! Gozo inefable de