El también sentía un ansia profunda de llorar y dormir.
Así pasó el tiempo, indeterminado, inútil, bajo el ardiente sol que agravaba el desamparo de los campos desiertos.
Y ella estaba siempre allá, quieta, callada, y él sufriendo siempre hasta la agonía aquella impotencia de llorar y dormir.
La última vez que se vieron en el salón, ella dejó caer la cabeza en su hombro.
Tuvo de repente la impresión de volver a sentirla.
Miró de reojo con lentitud ...
Nada!...
En la meseta arenosa que a su espalda extendíase, reinaba plena la soledad.
Dichosos los muertos!
Una infinita sed de libertad le angustió entonces el alma.
No iba a dormir nunca, pues. El ansia inútil de llorar pesábale sobre el corazón, intolerable como una piedra.
Intolerable como una piedra...
Como una piedra que era menester echar de encima a toda costa.
Advirtió satisfecho que llevaba el revólver.
Sacólo con pausa, echándole una mirada cariñosa. Cómo había tenido la buena idea de alzarlo al salir!...
La vida que iba a dejar, inundó su ser con la embriaguez de una belleza sobrehumana.
Oh dulzura divinamente triste como la del amor! Dulzura de la perfección eterna! Gozo inefable de