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EL ANGEL DE LA SOMBRA

darse miedo, hueca la frente y fijos los ojos en la luz inmensa del mar.


XCIII


Pasados tres días, y aun a riesgo de violentar el suplicante afecto de doña Irena que le rogaba: "No se vaya así, no nos deje así, usted que fué para ella casi un hermano"!—su decisión de partir estaba tomada.

No pegaba los ojos, siempre hundido en aquella tranquilidad más tremenda que cualquier desesperación.

La casa entera parecía abandonada, y don Tristán había caído enfermo.

Resolvió aprovechar la mañana hermosa, pues contaba tomar el tren nocturno para conseguir un camarote solo, y andando como entre sueños, fué a dar sin pensarlo en el reducido cementerio local donde se cumplía la voluntad de la difunta.

Estaba cerrado; mas, la pared del recinto, tan baja que apenas le daba al pecho, permitíale ver su interior solitario. En la cornisa de un sepulcro, un jilguero trinaba junto a su nido. Suárez Vallejo intentó en vano enternecerse con esa inocente dicha. Brillaba ante él, con igual indiferencia, el mar donde iban alejándose las barcas pescadoras.

Allí estaba, pues, su pobre amor, con su último beso muerto también en los labios. Veía muy próxima la modesta sepultura prestada donde dormía entre un desbordamiento de flores apenas marchitas, sobre las cuales zumbaba un abejorro.