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LEOPOLDO LUGONES

—No deliro, adivinó ella. Estoy ya muy alta y veo la luna.

Contemplaba él, aterrado ahora, la palpitación de sus párpados caídos.

—No te desesperes, mi amor, proseguía la moribunda. Júrame que no te harás ningún mal por mí... Que no intentarás seguirme. No lo hagas nunca... Espérame. Yo vendré a buscarte. Tienes que cumplir tu destino... Ahora cuando salgas, di que me dejas dormida. No quiero que perturben mi primer momento de eternidad... Pobres!... Sufren por mí... Pero yo no soy más que tuya. Nada temas. Sigue viviendo por nuestro amor. Yo te cuidaré desde la sombra.

En la propia inmensidad de su dolor, Suárez Vallejo dominado por misterioso poder retuvo su llanto.

Luisa tanteo vagamente el aire, extraviada ya en la ceguera de la agonía:

—Bésame, mi amor, para irme en tu beso.

Suárez Vallejo la sintíó, así, apagarse en sus labios.

—Cuando salió de puntillas, los demás esperaban, desolados bultos, en la obscuridad casi completa que ni siquiera atrevíanse a alumbrar.

—Se ha dormido—murmuró, escurriéndose, sombra él también, entre las sombras.

Largo rato después, cuando sintió llegar a su aposento el estallido de los sollozos lejanos, hallóse, como de estupefacto regreso, en el balcón cuya baranda soldábase a sus manos con frialdad metálica, impasible hasta verse infame, firme hasta