Quién comprendería la desesperación de no poder evitar esa sentencia más fuerte que él mismo!
La horrenda angustia de llorar su propio crimen!
El paso de Suárez Vallejo en la vecina habitación, contuvo el alarido de llanto demente en que iba a estallar.
Habían vuelto para aquél los días de soledad espantosa.
Aferrado a la insensatez de una esperanza más cruel que la certidumbre, partianle literalmente el alma, como un descuartizamiento, la absurda posibilidad del milagro y la lucidez implacable de la fatalidad.
Caía así otra horrenda noche, en la quietud como eterna que cruzaban, augurales, las campanadas del reloj.
La tía Marta, que piadosa siempre con él, solía traerle algún consuelo, no llegaba. No vendría seguramente ya. Mala seña!...
Rehusó la comida por no molestar y por no ver la cara del criado, que presentía de mal augurio.
A eso de las once, asomó la tía Marta. Su pálida serenidad infundióle instantáneo alivio.
—Duerme tranquila—limitóse ella a murmurar, retirándose acto continuo.
En el exceso de su desesperación, tranquilizólo aquéllo con lasitud extrema. El corazón temblábale, doloroso aún, pero la amena za de la soledad se alejaba de él.
Reabrió entonces el manuscrito provenzal que se daba la ilusión de descifrar para ella, a título de sorpresa y galardón cuando sanara. La sentencia de la corte de amor estaba ya puesta en claro.