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LEOPOLDO LUGONES

puramente consoladora, de una junta con dos colegas que veraneaban allá, el doctor había decidido reposar un instante.

Subió, pues, a su habitación, con dicho pretexto, pero en realidad con el fin de sobreponerse al duro reproche que el mayor de los médicos ni siquiera atenuó, ante esa adopción contraindicada del ambiente marino bajo el prestigio de una teoría elocuente. Eso no era experimentar, sino jugar con la vida humana, y su pronóstico decidíase redondamente pesimista.

El más joven callaba con adusto respeto, aunque se adhirió al mismo parecer.

Allá en el balcón, sólo ahora, Sandoval erguíase, implacable, ante la propia desolación de su maldad.

El lucero, más límpido que nunca, iba cayendo al mar solitario.

Pronósticos!... Reproches!... Si él era el dueño de esa muerte!

¡Claro que se iba a morir, divina y amada como nadie lo fué nunca!

¡Eso era, eso sí, querer hasta la muerte, como decían!

Y después de verla muerta, qué le importaba a él morir también, fracasado, hundido!...

Ah, los imbéciles con sus pronósticos!...

Las potencias de la fatalidad y de la sombra: la pasión, el mar, la muerte, él las desataba con poderío incontrastable. El, él solo precipitaba al abismo la pálida criatura que iba hundiéndose en aquella inmensidad de amargura y de tinieblas, como el lucero tembloroso a la orilla de la noche.