no le gustaba su nombre...—concluyó él bromeando a Luisa.
Hubo un breve silencio de conversación decaída... Desde el inmenso patio solariego, que tenía algo de plaza y de jardín, pareció suspirar la ya entrada noche... Oyóse en el zaguán el paso de alguien que volvía.
—Efraim ...—murmuró la señora.
Cuando, inesperadamente, la joven, dirigiéndose a ella, contestó la pregunta en que se había interrumpido la conversación:
—Por eufonía, mamá: Eulalia Almeida es un verdadero trabalenguas. Parece, añadió con irónica suavidad, el cloqueo de un pavo sorprendido.
—Ahi tiene usted, repuso doña Irene dirigiéndose al visitante; la comparación, la eterna comparación de mal gusto. Pero—añadió por Luisa—si quisieras llevar tu nombre como es, verías qué armonioso resulta: Eulalia de Almeida... Si es todo un verso!...
Y acto continuo, con ternura orgullosa de madre:
—No es verdad, Suárez, que parece una marquesita?
—Una marquesita de raza y de poema, contestó aquél con cierta extrañeza, al no haberle oído la consabida protesta: Por Dios, mamá!...—de todas las muchachas alabadas en tal forma.
Lejos de eso, la joven iba a sorprenderlo, recitando con cierto mimo impertinente en su propia gracia natural: