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EL ANGEL DE LA SOMBRA

tos. Desvaíanse los tapices en avejentada opacidad, que sin embargo aumentaba más bien su opulencia. En la consola cuyo espejo repetía el salón con vulgaridad de copia, una canasta de flores renovábase con igual insignificancia. El rumor del mar era tan monótono, que resultaba una percepción del silencio. La alfombra parecía ahogar los pasos en una pulverulencia de ceniza. Todo adquiría una conformidad extraterrena, una calma ya ulterior que habría sido cruelmente absurdo romper.

El mismo reposo volvía a sugerir la consoladora ilusión: Por qué no iba a sanar?... No lo afirmaba, acaso, la ciencia? No hacía milagros el mar con las parálisis y los raquitismos tuberculosos?

Cada vez más iluminada por una como milagrosa transparencia interior, Luisa iba tomando la dorada palidez de la madreselva pronta a marchitarse.

Doña Irene, harta de clausura y enteramente ciega de fe en el doctor, hallaba en su devociones y obras pías, apenas modificadas allá, motivo para salir, aprovechando los recalmones.

Además, quedaba siempre en su puesto la tía Marta, que habiendo comprendido, disimulábase, piadosa, o fingía abstraerse en prolongada divagación musical, con esa sed del bien ajeno que deja en las almas hermosas la desdicha de un grande amor.

Consciente por otra parte hasta el martirio, ante la evidente delicadeza de aquel caso cuyo tratamiento demandaba precauciones extremas, sabía que contrariar a Luisa era matarla de una vez.

Acaso no estaba viviendo sino de ese imposible amor...