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EL ANGEL DE LA SOMBRA

de aroma esclarecía con ligero vértigo su palor, en una inmensidad de ojos sobrenaturales.

Así, en su dulcísimo secreto, celebrábase esposa, engalanándose para él, nada más que para él, con la plenitud de una estrella solitaria. La excelsa pasión educaba sus ojos en la suavidad del apego, sus labios en la efusión del alma, sus manos en la gracia del don, su actitud en la gentileza del señorío. Y de tal suerte, gesto, ademán, postura, glorificaban en ella el Perfecto Amor, aquel arte caballeresco que eternizaba la beldad, transfigurándola en expresión de la cortesía.

La limpidez de su hermosura así lograda era tal, que engañaba como un frescor de salud. Ella misma olvidábase hasta el desvarío, en la propia ilusión que extenuaba su delgadez de luna menguante. y no era sino mayor elegancia la holgura, excesiva ya, de las túnicas que ideaba, rebuscando con aguda susceptibilidad la molicie del matiz y la tela: de terciopelo negro, que fué su color aquella primera tarde de los amores, y que permitía descubrir con garbo tan nítido la garganta fulgurada de pedrería; de rosa tenue que encendía en claridad más sutil los brillantes; de ingenuo celeste que fantaseaba la noble fatalidad de las turquesas y de los ópalos; de lila delicado que enternecía el ensueño de las perlas; de verde luz en que, sobre el tierno pecho, sangraban los rubíes palpitante paloma; de blanco perfecto, que en la principalía del candor, pedía, único, el imperio de la esmeralda.

Cuando niña—recordaba dichosa—mientras en la reja de la ventana abierta sobre la noche, fingíase corona de hierro y de estrellas, parecíale ver-