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LEOPOLDO LUGONES

—El nombre adoptado así—concluyó deja a mi ver de ser vulgar.

—Pero cállese, Suárez—insistió la señora con risita sarcástica—si es la vulgaridad misma. Ni las lavanderas se acuerdan ya de semejante nombre. Lo más ridículo es que esta chica insísta en esa tontería de la niñez.

Luisa sonrió vagamente, como alejándose en la larga mirada que atardó sobre la puerta del salón, donde la vislumbre crepuscular encuadraba su estañadura de espejo.

Casi enteramente de espaldas a la gran lámpara familiar puesta sobre el piano, en cuya banqueta había girado al entrar el visitante, la luz vaporizaba con ambarina fluidez su crencha castaña, aclaraba en gota rosa el lóbulo de la oreja, enternecía con transparencia de lirio el largo cuello y la delicada mejilla que una leve enjutez excavaba con lóbrega profundidad en la órbita, palpitada misteriosamente por pestañas larguísimas. Su blusa de seda blanca cobraba un tono de sonrosado marfil; y soslayada así en esa vislumbre que de ella misma parecía emanar, confirmó a Suárez Vallejo la impresión de una hermosa muchacha.

No pudo menos de compararla entre sí a la madre, tan distinta en su belleza criolla, espléndida todavía y de mucha raza también, aunque con ese tipo de ojos aterciopelados y tez morena que parece traslucir el oro rosa de la granada. Sólo se asemejaban por el perfil, particularmente en el corte de la boca.

—Entonces nunca pudieron averiguar por qué