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LEOPOLDO LUGONES

das. Su despotismo calculado, sus falsos celos, poníanla deliciosa.

Un poco monótona, si se quería, su seducción. El mismo éxtasis de ojos alzados, el mismo ademán de apoyar en tres dedos el rostro pensativo, de sacar el pie, de volver la cara con la mejilla sobre el hombro... Todo muy ensayadito ante el espejo, muy Priere d'une Vierge...

Pero... —bonito al fin.

En cambio, con la proximidad del cotillón de gala en que por rito social debía formalizarse el compromiso, doña Encarnación intervino en los amores de un modo tal, que parecía ella la novia.

Había acabado por no dejarlo vivir en casa más que para dormir, hasta durante la enfermedad de Luisa.

Lo peor era que Adelita, no obstante su petulancia voluntariosa, obedecía como un alférez.

Muy bonita siempre, muy elegante, muy gentil, justo era reconocerlo, aquella disciplina filial acentuaba demasiado su semejanza con la absorbente señora. Tato había advertido una noche, en el corte de su barbilla, el mismo pliegue que con grotesca placidez inflábasele a aquélla hasta el seno de pujanza monumental. Y eso podía anticiparle lo más cursi que en punto a belleza hubiera para él: una gorda de ojos lánguidos ...

Pues ¿no le daba todavía a la buena señora, por empolvarse, creyendo disimularlo, aquel lunar que le colgaba de la mejilla como una borlita de felpa?... Y si también se heredaba la predisposición a echar lunares?...

Con todo, aunque aburrido ya, habría ido hasta