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EL ANGEL DE LA SOMBRA

—Pero Efraim!—reprochó angustiosamente doña Irene, mirando a su hija.

Suárez Vallejo púsole también cara de reproche.

Mas, Luisa, volviendo hacia él con dulce gravedad sus ojos serenos:

—No me extraña, dijo, y has hecho bien, porque nunca se han querido de veras.

—Tú, sí, que eres inteligente!—alabó Tato, echando sobre una silla el capote y sentándose a los pies de su hermana, en la alfombra, con mimo familiar.

Estaba rosado de frío, brillantes los ojos de infantil travesura.

Restregóse satisfecho las manos; y tomando las de Luisa, las apretó contra su cara helada.

Suárez Vallejo y ella sonrieron enternecidos. La tía Marta abandonó un momento su encaje.

—No te pongas trágica, mamá!—exclamó Tato, aludiendo al ademán con que doña Irene, entreabierta la hermosa boca y alzado el rostro a la vez, había dejado caer los brazos.

Entonces refirió el episodio con pintoresca jovialidad.

Sin exagerar nada, Adelita y doña Encarnación eran ya insufribles.

Al fin, en la muchacha, explicábanse los caprichos, las exigencias... Aunque había acabado por advertir en todo ello, a pesar de los arranques, el plan consabido para asegurarlo más.

Este fué el primer desengaño.

No obstante, Adelita era demasiado linda para que no valiese la pena dejarse embaucar a sabien-