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LEOPOLDO LUGONES

preocupados o distraíanse en el comentario de sus mutuos recuerdos, ya con Tato cuya sombría displicencia disipaba apenas, de cuando en cuando, Adelita, única persona de su sexo que aparecía por allá.

Acabó por recluirse, para evitarlo, en los restaurantes más solitarios y alejados de la costa, pues volvíansele insoportables la vista y el rumor del mar; proyectando, aunque sin decidirse, llamar a Cárdenas como amparo y consuelo.

Dejaba, a sí, correr el día, empapándose a veces en extenuadoras caminatas por los desiertos alrededores, con el apasionado traspensamiento de predisponerse mejor al mal qu e bebería en la amada boca. Su boca que presentía más bella en el dolor, y más suya, también, en la seguridad del último llamamiento.

La idea atroz volvíalo entonces a la realidad terrible. Y bajo el cielo que parecía revolcar su andrajosa tristeza en la desolación del viento salvaje, ante los campos lúgubres donde la lluvia blanqueaba como ceniza, regresaba agobiado, con una fidelidad de perro a la puerta que no ha de abrirse.

Pero esto era nada en comparación de las noches espantosas.

Incapaz de alejarse en su impotente desasosiego, afinado su oído con sutileza de tortura por la amenaza del posible fatal rumor, desvelado hasta el alba ante los libros inútilmente abiertos, asechado por el enigma que le acercaban las tinieblas y la soledad, sintiendo a cada crujido de mueble el erizamiento del pavor en anillada frialdad de gu-