los transeunetes sentimentales o distraídos. A unos cien metros detrás, levantábase el chalet, sin que hubiese edificación intermedia; y como la avenida era poco frecuentada, aquel trozo de parque resultaba casi una pertenencia familiar de los Almeidas y sus huéspedes.
—Mi hinterland—decía por diplomática alusión Suárez Vallejo cuyo balcón daba directamente allá.
Al frente abríase el mar obscuro en cuyo seno iban poniéndose, misteriosamente embellecidas de soledad, las grandes estrellas.
Presentíase en la inmensidad tenebrosa del agua, esa inquietud de su lobreguez en que parece angustiarse la inminencia de un grito.
Unidos por las manos, sólo con dejarlas caer en la obscuridad, los amantes participaban apenas de la lenta conversación.
La madreselva purificábalos con la frescura de su aroma silvestre. Parecía hincharse en el suspiro que ahogaban ellos, dulcemente llorada de flores.
Privados de mirarse, convertían los ojos al cielo, llorado como la enredadera, para eslabonar su destino en la cadena de las estrellas.
Suárez Vallejo solía contar, adecuadas a la hora, cosas astronómicas y antiguas.
La sentencia gótica que iba descifrando, fundábase, dijo, en un delicado concepto del amor, compendio de la doctrina caballeresca: Es condición de las almas comunes, amar para sí; en lo cual consiste el deseo. Mas, muy pocos son los que saben amar, es decir poseer dándose por entero,