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LEOPOLDO LUGONES

había sabido enamorarla, ínsita ahora con su propio ser, como el son en la cuerda tendida; aquella elocuencia gentil, en la que había tanto suyo, que la misma alabanza parecíale natural, como el modo propio de decir el amor, por la suavidad con que se le iba a lo hondo del alma.Y era en sus labios de amada un silencio de perfección: —un silencio suspirado y sonreído.

Encantados, a sí, por la palabra, el desposorio de sus ojos era una transfiguración en la Luz Suprema. ¡Tan leve que sentía ella su alma, mecida al infinito en el vuelo de las golondrinas de la tarde! Mientras él, al acendrársele en adoración clarísima el reprimido afán, sobrepujaba todo gozo terreno, como alzado en el aire por su llama cautiva.

Apenas, al disimulo fugaz, serenábalos en belleza la decorosa posesión de las manos o la noble caricia de alisar el cabello.

Una vez de esas que se quedaron solos, recordaron ante la ventana, ancha de quieta luz, aquel terrible episodio de la cortina, cuando ella, dominante el riesgo con su alteza de lirio, vió la prosternación del amado, que asido a su talle imploraba la gloria del beso de sus pies. Entonces ella recordó los versos de Las Mpntaños del Oro:


Que mis brazos rodeen tu cintura,
Como dos llamas pálidas, unidas
Alrededor de una ánfora de plata
En el incendio de una iglesia antigua.


El ocaso era un cráter de anaranjado rescoldo.

Y en el reflejo que la envolvía desde la inmensi-