Cesaba allá de golpe, el rumor del mar. Sobre la húmeda paz ablandada de helechos, agujereaba el cielo un brocal de aljibe. La sombra de las nubes, más frecuentes cada vez, difundía, apagándose, un misterio de anochecido azul.
El efecto del mar había sido tan prodigioso, que cuando algunos días después llegó a su turno Sandoval, agobiáronlo las felicitaciones. Luisa destellaba realmente belleza y juventud, como si en su delicia floreciese el granado.
Pero aquello no hizo más que atenebrar todavía el alma siniestra. Un dolor de hierro la hendió con recóndita trizadura. Tajo seco en cuyos labios de vibrante aridez parecía persistir el doble filo de la daga.
Su convicción renacía ante ese esplendor de flor abierta.
Ama!—decíase, enloquecido de tortura hasta astillarse los dientes en el espasmo de su desesperación. —Ama y es amada!
Por la tarde, en el desfile del kursaal, donde era atendisísima y coqueteaba un poco, más que por gala gentil, por irradiación natural de su propia dicha, el doctor sospechaba de todos sin decidir su juicio sobre ninguno.
—Debe ser—engañábase un momento—ese período de la adolescencia en que el alma indecisa ama el amor...
La mirada honda de luz, la boca venturosa, la