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LEOPOLDO LUGONES

Luisa solía descansar allá su mirada, evitando la inmensa luz del mar.

—Me aterra pensar—decía—que alguna vez, sin poder contenerme, empezara a andar sobre ella para no volver más...

Una de esas mañanas, el aire asoleado parecía aligerarse en ebriedad etérea. Menta y romero perfumaban como nunca, colmando la abandonada capota, y la brisa del mar insistía hasta volverse sonora sobre el tenso quitasol, cuya seda escarlata infundía al rostro de la joven su encendido reflejo. Llevaba ella aquel trajecito escocés que Suárez Vallejo prefería por juvenil, en la seriedad colegiala de su rigor simétrico. Cada ráfaga parecía remolinarla en luz, que avivábase, garruleando, en las medias de igual estampa, y punzando con fugaz centelleo en la hebilla del cinturón. Otra chispa volada, pulía instantánea lentejuela en el prendedor de su breve escote. Y bajo la inmensa amapola que el quitasol fingía, su aflojada crencha oxidábase de oro bermejo, mientras la pasión ahondaba sus ojos en una sombría transparencia de topacio.

Resaltábanle en los pómulos, acentuando su gracia, dos o tres pecas de albaricoque maduro. Su boca iluminábase con el ansia del mismo beso que estaba viendo palpitar en el ardor de los labios amados. De pronto, una nube sombreó el mar, envolviéndolos un instante en tenue frescura azul.

Suárez Vallejo condújola, callado, hasta una vieja cantera que allá cerca había descubierto. Crecían al borde matorrales y arbustos, y la triple pared formaba como un profundo palco cuyo fondo, toldado por aquéllos, era invisible al exterior.