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EL ANGEL DE LA SOMBRA

tama; hasta que a eso de las diez salía el viento del mar, cuajando las primeras nubes.

Luisa adoraba esas horas de felicidad perfecta, en que a solas con su amante y tan apartados del mundo que la pitada de un tren lejano o la aparición de una gaviota remontada hasta allá, maravillábanlos como por primera vez, sentía vivir en ella el prodigio de la doble alma, embellecida de gracia, de silencio y de luz. Aquella impresión era tan intensa en su propia quietud, que la agobiaba como una dichosa convalecencia. Mecíala en una especie de adormecimiento lúcido la brisa de la soledad. Quitábase entonces bajo la sombrilla su capota pastoril, para gozar más benéfico el doble soplo, que ya lavaba su frente con salina frescura, ya le avivaba las mejillas con su llama ligera. Habia allá romero y menta silvestre con que solían llenar como un cesto la quitada capota. Sonreían entonces con ternura sobre su propio romanticismo, juntas las manos en la misma mata que olvidaban arrancar por mirarse. En el magnífico silencio trinaba al sol algún pajarillo.

A la parte opuesta, el pueblo medio enterrado en el follaje de quintas y jardines, donde entreveraban recortes de acuarela los muros blancos y los tejados rojos, animábase con el eco de tiroteo de los rodados matinales, que cortaba a bruscos tijeretazos algún ladrido de mastín. Dando fondo al paisaje, un horizonte de celestial fluidez, hacia

el cual marchaban dorándose ascendentes praderas, desvanecíase en su propia claridad, rayado de álamos.