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LEOPOLDO LUGONES

cristal sin mancha del firmamento. La otra se obscurecía con lustre oleoso de cetáceo. Entre ambas zonas caía, relumbrando al través, vibrante riel de sol rebullido en oro. Encaminada por aquel reguero sin fin, la contemplación serenábase, conforme, en un embeleso de inmensidad desierta.

La brisa insinuábase asimismo con doble soplo, pasando por la cara como una cinta fresca si venía del mar, difundiendo en languidez de abandonada pluma, si llegaba del campo, la tibieza fragante de los tréb oles que socarraba el sol.

Allá abajo, en la ribera sordamente atxxx de pleamar, Toto y Adelita, buscando ocasión de aislarse, extremaban su afición al espectáculo del olaje rompiente.

Precaviéndose de la humedad demasiado penetrante, Luisa quedábase en la ceja del acantilado, acompañada por Suárez Vallejo, y algunas veces, también, por doña Irene que conseguía levantarse temprano.

Reinaba una soledad deliciosa, porque los bañistas matinales preferían la playa del lado opuesto, más cercana a la población, mientras la gente mundana dormía aún su escasa noche de sarao y de juego.

Las Almeidas no figuraban en dicho grupo sino durante el paseo vespertino por la explanada del kursaal, pues Luisa debía recogerse temprano; y las Foncuevas, rindiendo el consabido homenaje al inminente noviazgo de Adelita, hacían lo propio. Doña Encarnación era intransigente al respecto.

Podían así los jóvenes disfrutar aquellas nítidas mañanas de oro ligero como la flor de la re-