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LEOPOLDO LUGONES

Tampoco lo habría podido. Sentíase desvanecer hasta el vértigo al contacto del cuerpo amado, sobre el cual cerníase casi tocándolo el riesgo fatal que él no sabría sino compartir como un castigo inevitable. Y una ocurrencia atroz anonadábalo todavía: la idea de que asomaban, mal cubiertos quizá, los pies de Luisa calzada de blanco...

Invadíalo tal temblor, que para no traicionarse arrojó sobre la mesa la escritura que había tomado al azar.

Mas, el otro, no menos confuso, abreviaba su permanencia, rehusando sentarse. Tartamudeó el pretexto baladí de una consulta sobre verbos franceses. Pasaba casualmente por ahí... Recordó... Tuvo la idea de subir, sin pensar que iba a estorbarlo en su trabajo...

Suárez Vallejo oía apenas. Ahora estrangulábalo otra ansiedad: el perfume. La cerrada pequeña habitación debía estar llena de aquel aroma de ámbar.

Temeroso de que cualquier movimiento descubriera el frágil ardid, cargábase con pesadez casi brutal sobre la tierna criatura cuyo pecho sentía palpitar sereno y leve a través de la cortina.

Esta empezaba a ondular vagamente con aquel ritmo, y Tato fijó en ella su mirada un instante...

Para colmo de ansiedad, Suárez Vallejo comprendía que la propia turbación de su fracaso impedíale marcharse más pronto.

Sirvióse todavía un cigarrillo del paquete tirado sobre la mesa, invitó al vermouth de la tarde, previa consulta de su reloj:—Las diez y media...

Decidióse al fin.