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EL ANGEL DE LA SOMBRA

buscarla en el obrador, así que acabara de visitar sus congregaciones, Luisa, atisbando a través de los visillos, por habitual precaución, vió entrar a Tato en la escribanía.

Detúvose un instante en el vasto patio desierto, vacilando, talvez, entre dirigirse a la cuidadora o avanzar por su cuenta, como lo hizo.

Luisa comprendió al instante. —Viene acá—dijo a Suárez Vallejo, petrificado por indescriptible estupor ante la imposibilidad de ocultarla.

La habitación no tenía, en efecto, más que una puerta. La ventana, única también, era enrejada y altísima. No había más muebles que un escritorio de altas patas y el taburete; un pequeño lavabo en la pared, y un diván de cuero bajo el cual pasaba toda la luz.

Sonaban ya las pisadas de Toto en la escalera, cuando Luisa, suave y rápida, sin un sobresalto, sin un ruido, sin una voz, envolvióse de golpe en la vieja cortina que colgaba arrastrándose al costado de la ventana.

—Recuéstate tú en mí—ordenó al desaparecer como una sombra—y ponte a leer un papel cualquiera.

Simultáneo con la llamada fué el franco "adelante!"—y Toto entró.

Una mirada bastó para desengañarlo.

Detúvose cohibido, descompuesto a un tiempo el semblante por la duda y el gozo.

—Usted por acá?... —exclamó Suárez Vallejo simulando alegre sorpresa pero sin abandonar su posición.