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LEOPOLDO LUGONES

la escribanía de Cárdenas. Veíanse de mañana, cuando estaban cerradas las otras oficinas; y si le interesaba sorprenderlos, se le avisaría de igual modo y a la misma hora, sólo con que por tres o cuatro días tuviera la paciencia de hallarse junto al teléfono.

Colgó bruscamente el receptor, sin contestar la calumniosa insolencia, resuelto a despreciarla en silencio como lo merecía todo anónimo y lo indicaba el estado de Luisa.

—Idiota!... Canalla!... —insultaba al desconocido con resolución y altivez, no exentas, sin embargo, de sombría inquietud.

Al día siguiente, sin atreverse, no obstante, a confesárselo, estaba junto al teléfono cuando el timbre sonó.

—Vaya ahora—dijo sin ambages la voz—y verá si miento.

Preguntó por Luisa. No estaba en casa. Había salido con doña Irene, pero debían separarse en el centro, conservando la señora el carruaje. Era lo que sabía por habitual la tía Marta.

Diciéndo se con insistencia que ir allá era otra infamia, y que. seguramente estaban burlándose de él, Tato echóse el revólver al bolsillo y salió en dirección a la escribanía.

Por más que labrase su mente, no hallaba un sólo indicio confirmatorio de la ultrajante novedad.


LXXIV


Con el sombrero puesto ya para retirarse más pronto que de ordinario, p'ues doña Irene debía