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LEOPOLDO LUGONES

—En cuanto a eso, es de fama intachable, afirmó Suárez Vallejo con grave moderación.

—Por algo ocultará su apellido, insinuó malévolo don Tristán.

Adelita intervino entonces con una insospechable acritud que pareció ajarla de repulsiva vejez:

—Una muchacha de sociedad, que se mal casa así, es todavía peor que cualquiera de esas...

Don Tristán miróla complacido tras el esplendor magnífico de sus lentes. Su calva erguíase ilustre, en un sonroseo de dignidad. Y no sin sonreir con ternura a aquella perfección de nuera:

—Peor, sí, peor. Degradar así un nombre esclarecido, es falta que no merece perdón. El claustro... El olvido...

Y ante la desusada solemnidad de la escena, astilló su taza de café con seis golpecitos.

—El claustro!—insistió implacable. Yo aconsejé el claustro...

—Pero Dalmira Melgar era ya bastante mayorcita—recordó el doctor. Y hasta solterona...

—Era bonita?—interrogó Toto a la tía Marta que callaba discreta...

—Fea y buena—dijo ella dulcemente.

Luisa continuaba silenciosa, más alejada que de costumbre en la remota suavidad de sus ojos.

Pero esa no che, al sacudir sin mucha pena la fugaz ilusión, pasaron por su íntima soledad, como entre sueños, los ángeles de la infancia.


LXXI


—¿Has visto loque son—¡de ciegos... de