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EL ANGEL DE LA SOMBRA

tampoco reveló particular interés al disimulado examen del médico.

Este y Adelita reprochábanle haber olvidado los versos. Era demasiado economizarse, cuando se podía escribir aquella delicia del Tesoro Escondido.

Como la tía Marta insistiera en preguntar por los habitantes del remoto poblacho, Suárez Vallejo, en el curso de la conversación, mencionó a su hospedera doña Dalmira de Urioste.

—Dalmira Melgar de Urioste?—preguntó doña Irene con interés.

—Melgar me parece. Aunque no lleva ese apellido ni siquiera como inicial de su firma.

Ambas hermanas precisaron las señas: alta, blanca, pelo rubio, ojos chicos, un lunarcito sobre el labio, a la derecha.

—La misma.

Doña Irene, entonces, recordó su historia con severidad.

Hija de una familia aristocrática, enamoróse de cierto dependientucho de mercería, un tal Urioste, que si bien cargaba el "de" como todos los vascos, carecía de antecedentes y fortuna. Encaprichada, casóse con él, contrariando a deudos y amigos; y corrida por el desprecio de su clase, desapareció un día sin que nadie volviera a saber más de ella. Por esto, sin duda, ocultaba su apellido familiar, y hacía bien. Era un resto de dignidad. Mire usted en lo que iban a dar las romanticonas: en viudas de carteros... En hospederas de poblacho... Una Melgar! Y todavía si su conducta

Porque viuda rubia... y beldad de frontera...