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LEOPOLDO LUGONES

do quisiera el tiempo acumulado, para algún viaje de importancia, como era la costumbre.

Y con picaresca solemnidad, erguido el índice:

—Porque no olvide, señor, que la ciencia ordena satisfacer todos mis caprichos.

Entornó los ojos como en una deliciosa dormición, segura del beso que consentía. Entonces pareció iluminarse de alma en la transparencia de la sombra.

Opalina tenuidad aclaró como de lejos el albor de su frente. Misterioso hilo de luz rayaba el borde de sus párpados. Sonrosábanse sus mejillas con ternura de pétalo. Una humedad de luz se nacaraba en el cáliz de la boca preciosa.

Suárez Vallejo olvidó un instante la amenaza fatal, absorto en tanta hermosura y tanta dicha. La vida reinaba en ellas, armoniosa con la estival plenitud. En el tejado, un arrullo que persistía más musical, más sordo, semejaba la palpitación del silencio...

Con todo, la ardorosa palidez de las manos que Luisa le abandonaba, la sombra de mariposa funesta que parecía estremecerse sobre sus párpados, reanimaron su inquietud.

Quiso indagar todo, desde el principio, por duro que fuese. El día, la hora...

Y al saberlo de sus labios, con la precisión que le permitía aquella respuesta de Tato a la natural pregunta materna: "la una menos diez", sintió parársele el corazón de repente, tocado por la fatalidad, como el reloj esa vez en el silencio de la noche.

La enigmática avería explicábase, pues, si era