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LEOPOLDO LUGONES

La negra cara se le abrió a lo ancho en dos tajadas de risa.

—Tengo mi argucia, don Carlos. Paso a la tardecita por la casa... —ya sabe que la calle es muy sola—y pinto un ocho de tiza en la puerta izquierda del zaguán. Y si lo advierten después, crerán que fué un muchacho travieso. Esa es la orden que ella me dió.

—Cuándo?... Entonces la has visto?

—Sí, pues; porque en ocasiones, cuando la señora necesita el carruaje de ellos, me ocupa la niña a mí. Yo tengo siempre mi parada en la plazoleta de la escribanía. Por ahi suele pasar. Adiós, Bias—me dice como una música. Y a veces se pone medio coloradita. Yo creo, don Carlos, que acordándose de usted.

Cárdenas esperábalo en la pensión, conforme se lo pidió por el telegrama anunciador de su regreso. Hallábalo un poco más delgado, aunque muy bien. Y sin interrumpir su aseo, adelantábale noticias. Todo sin novedad en cuanto a salud, salvo el pobre M. Dubard que empeoraba cada día. Había pasado poco antes a su habitación, mientras arreglaban la del viajero, y traíale su saludo, así como la impresión francamente mala de aquel caso que parecía perdido. Nada, tampoco, digno de mención en el otro asunto. En el ministerio, todo igual como siempre. Sus recomendaciones estaban cumplidas. Entre sueldos y honorarios sobraban trescientos pesos a su favor. Hasta el bribón del asalto era mandadero de la escribanía. Qué más?... Nada. El calor... La política en calma... El club,