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LEOPOLDO LUGONES

Aquel motivo!... —decíase con rencorosa desesperación, en su emboscada de fiera.

Un instante, había vuelto a sentirse purificado por la piedad en presencia de la doliente criatura. Tan pálida bajo la fatídica condena que le anticipaba aquella misma palidez!... Tan frágil bajo su mirada, cuando en fingida prevención de alguna crisis, quedábase a su lado para verla dormida!...

Mas, la propia contemplación resucitaba con implacable lucidez sus trágicos celos.

Era suya, así, en la postración del mal, entregada por el dolor que lo tornaba dueño de su muerte ya que la vida inexorable volvería a arrebatársela para el amor ajeno.

Dueño de su muerte en la inmaculada posesión de la sombra!

Su muerte!...

Cultivaría, si, con mimo de amante, en el secreto de un crimen más bello, por lo heroico, que cualquier virtud, aquella flor tenebrosa.

No sería suya, pero tampoco de nadie! El destino venía a ofrecerse como ejecutor de su sentencia.

Sorprendíalo su propia impasibilidad ante el horrendo designio. Dueño de su muerte!... —repetíase con desolada grandeza, en una atónita voluptuosidad de sentirse malo. Su firmeza consistía en una total ausencia de remordimiento. Su dolor de amar era tan atroz, que se le torcía en crimen.

Una premeditación bestial, alevosa, de fiera humana, que sin turbar su agudeza crítica, llevábalo a compararse fríamente con los instintivos de la