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EL ANGEL DE LA SOMBRA

El abrego del coché volvió a aliviarla, aunque el brusco dolor habíale dejado un fatigoso encogimiento.

Ganó su alcoba sin detenerse; y al encender la luz, vióse de pronto en la luna del armario.

Repentina demacración parecía reducirle el rostro al lóbrego hueco de las ojeras. La puntada volvía con su nitidez dura y honda de daga.

—Me estoy muriendo de quererte, mi amor!... —murmuró como si lo viera, cerrados los ojos en sombría preñez de lágrimas.

Una helada viscosidad de congoja serpenteóle, súbita, en sacudón de escalofrío.

—Me estoy muriendo, mi amor!... —lamentó más bajito, llevándose a la garganta las manos, tan ardientes, que la espantaron como si fuesen ajenas.


LXII


Tres días después, disimulados con sobrehumano esfuerzo la fiebre y el dolor, so pretexto de un colegible malestar, sobrevínole a la brusca, mientras conversaba en su alcoba con doña Irene, un a bocanada de san gre.

Advertido al punto, Sandoval procedió con tanto acierto, que a la semana y media Luisa hallábase enteramente bien.

Pero nadie más as ombrado que él mismo ante aquella reacción.

Vaya uno a entender, pensaba, estos organismos contradictorios!

Por más que debe exi stir, sin duda, un motiv o que se me escapa.