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EL ANGEL DE LA SOMBRA
LXI


Desde que el tren partió, las seis semanas de ausencia desvaneciéronse ante él. La imagen de Luisa ocupó absoluta su mente. Verla!—pensaba—verla otra vez!... Y reía enternecido en la soledad de su camarote, abriendo los brazos para dilatarse el pecho, ahogando en la propicia baraúnda de la marcha su grito de recobrada dicha, su tumultuoso arrebato de libertad ante la fuga de los campos tendidos al júbilo del sol-con un regocijo tan agudo que er a casi dol or oso.

Luego, al contundente ritmo del arrastre que precipitaba con martillado compás su pulso de hierro, fué concentrándose en reflexiva ternura.

Cómo habría soportado la separación? Qué habría sido de ella en la terrible delicia de su secreto?...

Resuelta al heroísmo que consideraba justo precio de su amor, Luisa perfeccionó su disimulo. Asistía al taller de costura con rigurosa asiduidad, hasta tres veces por semana, imprimiéndole provechosa disciplina y aparejando a su insospechada competencia en ello, visible interés mundano.

No fué ya extraño verla en teatros y salones, y hasta sospecháronle la aceptación de algún festejo entre los muchos que suscitó su presencia, aunque otros atribuíanlo a deferencia natural ante el ya inminente compromiso de su hermano.

Aquella actitud defendía su secreto con mayor eficacia. Como toda alma realmente valerosa, protegíase con la lucha; digna en esto de aquella "doctrina de la espada" que Suárez Vallejo solía