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nosa de una flotante liviandad, parecíale que él mismo se exhalaba en el humo de su tabaco.

—Pretendemos—insitió el oriental—que aquello es un hecho. Que bajo ciertas condiciones, vuélvese visible el espíritu compañero. Puede adquirirse el don de percibirlo en el campo magnético que rodea a cada persona, y que es su propia emanación vital. Ahora mismo, el suyo, muy neto...

—Ve usted a mi ángel?... —interrumpió Suárez Vallejo con lánguida ironía.

—No. Está ausente en la sombra de la encarnación. Caído en el sacrificio de la materia.

Vibraba su acento con extraña solemnidad, y por sus ojos verdes había cruzado un resplandor de espada blandida.

—Está usted—prosiguió—formidablemente

solo. Veo casi desvanecida a su lado la imagen materna. Quedó usted huérfano muy niño. Es usted, como dicen, un hijo del amor. Gente salvada por usted de un peligro mortal, forma ahora su guardia invisible. Pero la potencia de una voluntad hostil empieza a oponérsele. Goza usted plena la dicha del amor en el misterio de una contrariedad irremediable. El ser humano que a usted se ha dado, no pertenece a su familia terrestre. Es absolutamente suyo. Su amor es esta cosa rarísima y divina: un encuentro en la eternidad. Está más allá de la vida y de la muerte. Pero a costa de un inmenso dolor. Vienen ustedes de muy lejos: del otro lado del mar y de los siglos. Usted lo sabrá un día por medio de un anciano que va a morir. Cuando conozca el secreto del nombre que ella lleva, y que no es el suyo.