medio y puede ser el camino de la perfección, la vía celeste. La soledad que mata, señor, es la que uno lleva consigo en el alma.
El timbre de aquella voz despertó en Suárez Vallejo la simpática intimidad de un recuerdo desvanecido. Entregábase a su encanto, sin sorpresa, en una especie de sumisa abolición.
Su interlocutor, que había callado mientras fumaban con meditabunda placidez, volvió a decir, ofreciéndole otro cigarrillo:
—Quizá esté usted sorprendido de mi locuacidad poco asiática... Pero créame que no hablo en vano. Habrá usted leído algo sobre las hermandades secretas del Oriente...
—Poca cosa. Lo que todo el mundo sabe... Fakires... Derviches giratorios...
—Sí, sí... Al fin es lo mismo. Pero hay escuelas, comunidades diferentes... Y a eso me refería. Según enseña una, de la cual le hablaré si le interesa, la soledad, la verdadera soledad, que es la puerta del infierno, sólo comienza a existir cuando el hombre pierde la vinculación con el ángel ligado a su destino. Porque nosotros creemos que en la humanidad, cada alma es la mitad de un ángel.
—Cómo no va interesarme una fantasía tan poética... —afirmó, saboreando con fruición creciente el humo oloroso.
—Excúseme la demasía, pero parece que su interés fuera más bien preocupación causada por un especial estado de ánimo. Suárez Vallejo intentó apenas resistir.
—Es posible... —dijo en voz baja.
Abandonándose a la delicia ligeramente vertigi-