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EL ANGEL DE LA SOMBRA

—Quizá el frío... —insinuó Suárez Vallejo, empleando también el francés.

—No, no es el frío. Estos relojes suecos se hallan lubrificados con aceite de quijadas de delfín, que nunca se congela. Rica máquina!

—Es la primera vez que falla en doce años.

Continuó el examen, a prueba minuciosa de palanqueta y punzón.

Y de golpe, quitándose el monóculo, el hombre le devolvió la prenda:

—No tiene nada—dijo. —Llévelo consigo, y un día de éstos echará a andar por sí solo.

Suárez Vallejo le agradeció la receta, si bien interpretándola como una evasiva.

El otro pareció no advertirlo. Atusándose el ya encanecido bigote, envolvialo en una mirada singular, cual si estuviese, a la vez, próximo y lejano.

—Señor inspector—preguntó, mientras le ofrecía un cigarrillo: —¿no tendrá usted enfermo de gravedad algún ser querido?

—No, ninguno—contestó resueltamente, aunque ahogando en la primer bocanada de humo un repente de estupefacción y alarma.

—Soy solo en el mundo—añadió, un poco al azar de su sorpresa.

Mas, al punto, distrájolo con agradable impresión la exótica fragancia del cigarrillo.

Seguían hablando francés, idioma que parecía más familiar al comerciante. Este dijo:

—Yo también soy solo. Me he criado en Siria, aunque nací en Armenia. Fuí alumno hasta los quince años de los jesuítas franceses de Beirut. Pero la soledad corporal, la ausencia, en fin, tiene re-