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LEOPOLDO LUGONES

Vallejo repetíase por milésima vez lo que se dijera ya, al precipitado ritmo del tren en marcha:

"¿Qué he hecho yo para que me sea dado poseer en el amor y la amistad toda la dicha de la tierra? Predestinado al abandono, en la implacable fatalidad de mi condición, un día cae para mí una estrella. El destino existe, entonces; y al impulso del mismo azar que puede acarreamos la desgracia, nos hace dueños del tesoro escondido que tan pocos encuentran, aunque en buscarlo consista al fin para todos la inmensa pena de vivir..."

¡Si aquello era tan hermoso, que angustiaba con su pureza excesiva!... ¡Si, despierto y todo, no podía ser más que una quimera la posesión de la celestial criatura!...

Horas y horas embebíalo la sublime bobada de evocarla en la cintita que él mismo le desprendió. Esa que, así, era más suya...

En el ámbito de la noche montañesa sentíase la palpitación de la inmensidad. El silencio era tan sutil, que dentro del propio oído zumbaba con tenuidad musical el ritmo de la vida en el canto de la sangre.

Sobre la mesa de noche, el reloj abierto acompañaba con su elemental golpecito, que en la soledad remota adquiría una importancia personal de palabra.


LV


Corría ya la tercera semana de inspección, en un aislamiento forzado cada vez más por la malicia lu-