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EL ANGEL DE LA SOMBRA

En vano procuró aquélla tranquilizarlo, radiante de inspirada seguridad. Entonces imaginó ella misma el recurso.

Si nada le ocurría al regreso, como estaba cierta, enviaría a Adelita con un criado, cierto álbum de música pedido poco antes en préstamo por aquélla. Apostado a la vuelta de la esquina, Blas tendría en eso la seña de que todo anduvo bien, avisándolo acto continuo a Suárez Vallejo. Mas un inconveniente cualquiera retardó sin duda el envío, y sólo cerca de las nueve apareció el negro con la esperada noticia.

La alegría que por reacción sobre aquella última inquietud lo dominaba, no escapó a la perspicacia del escribano. Con lo que, aprovechando la batahola del andén:

—Me alegro—dijo—que se vaya tan contento.

La ternura dicho sa desbordó sele en ex pansión de correspondida amistad:

—¡Amigo Cárdenas: abrace a un hombre feliz!

—Con toda el alma —...y por ella también!-exclamó, noblemente conmovido.

Revibraba ya, perentoria, la pitada de prevención.

—No puedo decirle más, amigo Cárdenas. Es un secreto. Tenga cuidado... Figúrese que ni nos escribiremos... Usted, en cambio, hágame un servicio... Otro entre tantos que ya le debo... Cuando la vea por ahí... dos líneas—sabe?—con su impresión.

—Quién fuera poeta como usted para mandársela en verso!

Y en la calma de aquel villorrio lejano, Suárez