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LEOPOLDO LUGONES

—La puerta... —indicó sin mirar, velando su voz con intimidad resuelta y grave.

—Nadie puede oírnos, aseguró él echando el cerrojo.

Temblaba todo, ahogado por una emoción rayana en espanto.

Anduvo ella hasta la mesa, donde apoyó su mano con naturalidad:

—Qué lindo es acá!... Donde tú vives—exclamó, maravillada con gentil sencillez, mientras sus ojos recorrían el ámbito a media luz. Creí que tenías más libros... —añadió por los dos armarios donde se alineaban.

Estremecióla en eso un vago terror.

—Qué silencio!... —dijo.

—Has pensado mucho, acá, en tu Luisa?

—Lo que hallas hermoso en este pobre cuarto de pensión , es que está lleno de tu imagen.

Alisóse ella, lentamente, con los pulgares, el cabello en las sienes, mientras su mirada humedecíase de ternura.

Y para eludir aquel soplo de miedo que la subyugaba otra vez, bromeó, tocando la valija mal colmada:

—Arreglo literario...

—No, dijo él dulcemente. Dejo siempre un hueco para algún imprevisto de última hora...

Una sonrisa de malicioso misterio insinuóse apenas en los labios de la amada.

Y con sus ojos iluminados de triunfal alegría:

—Tú no pensaste, verdad?... No creías?... No sospechaste nada?...

Ahor , sí, comprendía. Comprendía todo y la que-