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EL ANGEL DE LA SOMBRA

llaba en orden: muebles, libros, ropas... Minucioso adrede aquel apronte, para mayor distracción.

Quedábale, sólo, abierta sobre la mesa, la valija de mano.

El silencio de la calle desierta aumentaba su impresión de soledad. Hasta las palomas del tejado enmudecían ya recónditas.

Mas, llegaba la hora de cumplir lo prometido a la bien amada.

Qué haría ella? Lo mismo, sin duda. Estaría despidiéndose con el alma. Allá, en la butaca de costumbre. LIorándolo tal vez sus ojos queridos.

Empezó a pasearse con lentitud en la soledad, como ella había dispuesto, cuando llamaron a la puerta. Giró resueltamente el pestillo, y Luisa se echó a sus brazos estremecida de sollozante pasión:

—No puedo quedarme así! Es demasiado cruel!... Demasiado triste!

Delirio, riesgo, asombro, fatalidad, ahogáronse en el beso de ansia y olvido.

—Amor mío!... Mi amor del alma!

Estrechóla contra su estallante pecho, en el extravío de un deslumbramiento milagroso. Y el vértigo del beso volvió a abismarlos en un gemido de amor.

Pero ella, desprendiéndose con turbación ingenua:

—Me perdonas?

—Qué puedo perdonarte yo, mi dulzura...

Estaba completamente de negro, como aquel día. Quitóse el sombrero, en una deliciosa seguridad de posesión.