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EL ANGEL DE LA SOMBRA

El último beso! Luisa palideció.

—A menos que otro día... el lunes o martes... poniéndonos de acuerdo... —insinuó él con penosa ansiedad.

—El jueves a esta misma hora—dijo rápidamente, al advertir que alguien se acercaba—quiero que la pases pensando, solito, en mí.

Como doña Irene entrara, Suárez Vallejo pudo prometér selo con la mirada solamente, enternecido casi hasta el dolor ante aquella delicadeza de su ternura.

—Hablaban del viaje? preguntó doña Irene.

—Sí, señora. Estaba lamentando yo lo embarullado de mi apronte. Para un hombre solo, todo es problema. Y después, la cachaza oficial... Figúrense ustedes que el ministro no firmará sino el mismo jueves las órdenes de pasaje. Con lo que, hasta eso de las tres, nada sabré en definitiva. Sin contar otras mil cosas. Sólo al anochecer, a esta hora-añadió, mirando fijamente a Luisa-podré dedicarme a ultimar mis preparativos.

La joven sonrió vagamente, con sobrentendida conformidad.

—Pero, no tiene quien se comida?—insistió doña Irene. Su cochero que le es tan adicto?... La dueña de la pensión?...

—Estoy tan acostumbrado a manejarme desde la niñez, que me estorba cualquier ayuda. Y luego, antes de salir para un viaje largo, siempre es útil recapacitar un momento a solas...

—Aunque allá donde va, sobra tiempo, de seguro, para la meditación. Parece que es un lugarejo tristísimo. Cómo irá a extrañar el tráfago y el ruido