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EL ANGEL DE LA SOMBRA

cudiéronlo un rato sollozos casi secos, de iñaudita violencia.

Al rugido de la fiera despierta en ese dolor, pareció responder el sordo trueno de la tormenta que se alejaba.

Clavó de golpe, llenos de aterradora serenidad, sus ojos áridos en la sombra relampagueada todavía.

"Decoración de ópera romántica"—pensó con feroz sarcasmo.

Pues su vida acababa de quebrarse entera bajo ese desvarío cuya racha de huracán le abatió el alma como un trapo.

En el cavernoso hueco que todo él era ahora, renacía una voluntad formidable. Sintió desmesurado su poderío hasta el vértigo, sabrosa hasta la dentera su atrocidad, abismada su pasión en perversidad de crimen. Y con una decisión cuya lúcida firmeza desolaba hasta el horror su negro diamante, sentenció en la plenitud del silencio y de las tinieblas:

—Puesto que no puede ser mía, tampoco será de nadie.

Largo tiempo después, bajo el lucero como nunca límpido en el cielo, aclarado ya, Sandoval lloraba dulce y profundamente, con sus últimas lágrimas de piedad, la desventura de su cariño inmolado.


XLVIII


—Cómo es que se nos iba a ir sin decirnos nada!...

Al cariñoso reproche de doña Irene, Suárez Vallejo respondió lo debido, con amable mesura.