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LEOPOLDO LUGONES

bustecida por los años ya irrevocables; imposible y lastimosa hasta el ridículo; absurda hasta la demencia—no dejaba otro recurso que morir para no verse lentamente devorado. Cáncer del alma, que aparejaba la agonía sin tregua en el silencio y el disimulo, ya que la sola idea de semejante amor infundiría a esa alma pura un horror de incesto.

Comprendía al súbito golpe el sentido trágico de la fatalidad.

Sus veinte años de austeridad solitaria en la ciencia y en el deber, venían a dar en eso! En esa obscura traición del destino! Síntoma y no causa, la herida en que se revelaba de pronto aquella pasión, aquel mal recóndito difundido a ciegas por todo su ser, no se curaría.

Una idea poética, porque era de amor, amargó su alma con irónica tristeza: el árbol tardío florecerá solitario...

Entonces, si era inútil mentirse propósitos de resistencia, forjarse la ilusión de olvidar, en la cobardía de una esperanza insensata, valía más morir.

Valía más. Su vida estaba ya vivida. A nadie perjudicaría su desaparición. Quedarse acá o allá, antes o después, viene a dar lo mismo en un camino sin llegada.

Morir, sin duda. Pero morir era dejarla! No verla más para siempre. Para siempre! Quitarse hasta el consuelo desgarrador de padecer!

Era algo mucho más cruel que dejarla. Era dejársela a otro!... Al otro!... A ese otro que presentía ya, triunfante en la sombra. Feliz, feliz!... Monstruosamente dichoso de ser amado!

Como estrangulados por su propia tortura, sa-