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EL ANGEL DE LA SOMBRA

nico, don Tristán, hiriendo la taza con triple golpecito.

—Una lástima... —lamentó la señora.

Luisa la miró callada y tranquila.


XLVII


"No es él, entonces", pensaba el doctor con satisfacción dolorosa, en la soledad de su bibliotec a obscura. "No es él", volvió a decirse, abriendo la ventana sobre las tinieblas de la noche.

Desde el momento en que atravesó su espíritu la convicción fatal: "ama", sospechó naturalmente de Suárez Vallejo. La actitud de ambos jóvenes desvanecía su conjetura. Mas, lejos de aliviarlo, la consiguiente ansiedad le enconó el tormento.

Miró la sombra con desolación salvaje. Aquell a infinita obscuridad era la imagen de su infierno sin salida.

Sin engañarse un punto, desde la noche en que bajo esa fatal convicción había vuelto a encontrarse allá, a solas con su conciencia, la idea de estar irremisiblemente perdido impúsole su corrosiva nitidez...

Habituado al análisis implacable por temperamento y hábito, hecho a las confrontaciones definitivas con el peligro y el dolor, en esa tremenda serenidad que da el dominio de la muerte, la pasión bruscamente revelada fué desde luego una condena.

Formada en la subconciencia indomable, como que es el alma obscura de la especie, latente en cada ser así encadenado a su eterna continuidad; ro-