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LEOPOLDO LUGONES

desolación. Pero no vaciló un instante. Llegaba el momento de ser, por su amor, valiente como una esposa.

—Tardarás mucho?—acertó tan sólo a preguntar en el reprimido sollozo de su ternura.

—De un mes a cuarenta días... —respondió él, conteniéndose lo mismo. Es un sacrificio indispensable a nuestro bien—añadió, mientras le alisaba los cabellos para serenarla, infundiéndole con el protector ademán la fortaleza de su lealtad viril. —Y queriéndonos como nos queremos, todavía nos querremos mejor.

—Mejor?... Cierto?... murmuró, sombría y dichosa.

—Cierto, mi amor. Y para esperarme más linda, y para que nadie sospeche de nuestro "tesoro escondido", no te pondrás triste...

—No me pidas eso por bondad o temor. Nada me será más querido que mi tristeza. Pero no la verá nadie... Te lo juro... Lloraré sola. Y mientras pueda llorar, me parecerá que estoy contigo.

Convinieron en dar con habilidad la noticia, aguardando el momento oportuno. La sobremesa tal vez... El propósito del uno y la tranquilidad de la otra, confirmarían su recíproca indiferencia.


XLV


Esperaba Suárez Vallejo al maestro de esgrima en la sala de armas del club, cuando entró Sandoval.

—Qué milagro, doctor! Bienvenido, después de tanto abandono.