—Ya es ocasión de revelárselo todo—exclamó, pidiendo consejo á Juanita.
—¿Qué duda cabe?—respondió la resuelta asesora.
Y añadiendo:
—¡A mí, valientes!—incitó á salir de su guarida á los soldados españoles, riéndose con descaro del asombro del buen tío que intuitivamente comprendió la asechanza de que le habían hecho objeto.
—¡Cómo! ¿Están aquí?—prorrumpió livido de coraje.
—¡Perdón!—repetía Clara.
—Ni para ti ni para ellos—proseguía el celoso tutor dando golpes en cuantos objetos tenía á tiro.
—Pues, ea—arguyó Juanita.—Guerra á muerte; y el sabio que sea hombre, que salga. Don Luís, Pendencia, melitares: ¡Mueran las matemáticas!
Un ay de espanto reemplazó á tan enérgico apóstrofe. Los diez y siete hijos de Marte aparecieron en la cala trepando por los sacos de harina y los barriles de provisiones; pero, como no habían sido sometidos á la inalterabilidad y el mayor de ellos no contaba veinticinco primaveras, los cuatro lustros desandados en el tiempo desde la salida de París los habían reducido á la condición de tiernos parvulillos.
—¡Esto es espantoso!—murmuraban las francesas que se las habían prometido muy felices de la galantería española.
—¡Yo desfallezco!—articulaba la pupila no dando crédito á la realidad, mientras Juanita hecha un basilisco exclamaba enseñándole los puños á su amo:
—Si es usté el sabio más animal que conozco.
El tutor se bañaba en agua de rosas al contemplar la venganza que le servía el azar. Entre tanto el vehículo caminaba y los infantes se achicaban hasta el extremo de no poderse tener ya en pié.
—Pero, hombre de Dios, ¿no ve usted que se nos deshacen como la sal en el agua?—argüía la maritornes echando espuma por la boca.