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enrique gaspar

bosquecillo que les garantizase de una bala perdida, y con gran contentamiento de todos y una sencillísima manipulación, el vehículo tocó tierra.

Pero ¡ay! que no comete el hombre acción mala sin recibir tarde ó tempraño por ella el condigno castigo. Saboreando estaba cada cual la realización de sus propósitos, cuando Benjamín, que, asomado al disco contemplaba el horizonte, dió un grito y retrocedió involuntariamente.

—¿Qué es eso?—le preguntó su inseparable, corriendo á su lado.

—¡Friolera!—contestó el políglota perdiendo él color.—Que sin duda hemos caído en una emboscada tendida por los marroquíes á nuestras tropas.

Un sudor frío circuló por la frente de todos los viajeros.

—¡Huyamos!—fué la opinión general.

—Mire usted los kabilas que se dirigen hacia aquí.

—No hay más remedio que apelar á la fuga—adujo el sabio corriendo al regulador y poniendo en movimiento la máquina, mientras Benjamín cerraba los discos y restablecía el alumbrado eléctrico, exclamando:

—Pronto, que nos alcanzan.

Aún no había acabado de pronunciar la frase cuando:

—¡Un moro!—articuló con voz ahogada una de las viajeras.

—¡Dos!—prorrumpió Juanita parapetándose detrás de su amo.

—¡Veinte!—profirieron todos poseídos de un terror pánico cobijándose en un rincón del laboratorio en compacto grupo.

Eran en efecto dos docenas de fugitivos del campamento de Muley-Ahmed que, buscando su salvación en el bosque, presenciaron el descenso del vehículo y tomándolo por arma de guerra habían resuelto atacarlo; pero, no encontrándole entrada franca, se valie-