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el anacronópete

—Pensad que la regeneración de la Francia depende de nosotras.

—Para la que se fíe de promesas oficiales—arguyó Emma.—En cuanto nos viesen jóvenes y bonitas, los mismos que hoy nos toman por instrumentos de rehabilitación serían los primeros en querer venir á turbar nuestra paz doméstica. ¡Ah! ¡Los hombres! ¡Los hombres!...

Y como siguiese jugueteando con la pajarita, observó que se le pulverizaba sin que sus dedos la triturasen.

—Aquí tenéis la prueba—añadió explicando á su modo el fenómeno y dando cima á su pensamiento.—Escriben sus protestas de amor sobre papel podrido para que duren poco.

—Eso es el fuego de la pasión que calcina el papel—objetó la optimista Niní.

—Ó la humedad del recinto que lo deshace—adujo una nueva interlocutora.—No brilla el Anacronópete por su limpieza: desde que hemos entrado en él, no hago otra cosa más que quitarme velloncitos de lana y borrillas de toda especie que sin duda caen del techo.

—Es verdad. Lo mismo he notado yo—dijo Sabina.—No te muevas, aguarda.

—¿Qué es?

—Una mariposa que tienes en el lazo del sombrero. ¡Una polilla!

—¡Ay! ¡y yo un gusano!—gritó otra corriendo en busca de una mano benéfica que la libertara de él.

Emma quiso volar en su auxilio; pero se detuvo al ver sus dedos impregnados de una sustancia viscosa que había sustituido á la pajarilla. Instintivamente produjo con el brazo un sacudimiento nervioso, pero al quererse mirar de nuevo la mano, la pasta había desaparecido y en su lugar pendían de sus falanges pedacitos de trapo y filamentos de todos tamaños y matices.