—El gobierno me delega para pedirle á usted un señalado servicio.
—Me honra tal confianza. Escucho á usted.
—Á nadie se le oculta que la Francia, desgraciadamente, atraviesa un período de relajación moral que amenaza destruir los ya minados cimientos de la familia, fundamento de todas las sociedades.
—Aunque con dolor, me es fuerza asentir á tan acertado parecer.
—El gobierno, más interesado que nadie en la redención de su patria, ha penetrado con ánimo resuelto en el fondo de esta cuestión pavorosa; y cree poder afirmar que el quebrantamiento de los vínculos sociales proviene de ese escandaloso mercado sensual con que no ya emulamos, sino trasponemos el histórico y poco plausible renombre de Síbaris y Capua.
—Evidentemente; mas no alcanzo cuál pueda ser la parte que me incumba en esa misión redentora.
—Á eso voy. Regenerar á la mujer es crear buenas madres de que carecemos.
—No en absoluto.
—Es usted muy amable. Gracias por la mía. Tener madres es garantizar la educación de los hijos. De los buenos hijos germinan los esposos modelos y los íntegros ciudadanos. Luego hay que purificar la familia para salvar la patria.
—Estamos de acuerdo.
—Ahora bien; de esas desgraciadas mujeres, que, para vergüenza de propios y extraños, arrastran sus vicios por nuestras populosas ciudades pregonando con histéricas carcajadas su mercancía, pocas, contadas, son las que consiguen un resultado beneficioso que consolide su existencia en la vejez. Los hospitales, los teatros, las porterías suelen constituir su última trinchera; y muchas hay que al perder la menguada lozanía de los primeros años volverían con arrepentimiento á la senda de la virtud, á no impedirselo el es-