bríase el ajo? ¿Suprimíanse los camareros sirviéndose á sí propios? ¿Prohibíase á Juanita que se acercase á la mesa para cambiar un plato y que saliese de su prisión para nada? Las misivas no por eso dejaban de llegar, ya pegadas con cola en el asiento de los jarros de agua para el tocador, ya en el hueco de un pastelilo que, con una señal convenida de antemano, elegía Clara entre los demás de la fuente, ya por último dentro de una nuez de que era portador un perro de la fonda al que Pendencia había enseñado á escabullirse entre las piernas de don Sindulfo, cada vez que éste abría la puerta para recibir por sí mismo los manjares.
Realmente aquello no era vivir; los cien ojos de Argos no bastaban para atender á tantas y tan frecuentes asechanzas. Así es que en cuanto el Anacronópete estuvo en disposición de habitarse, don Sindulfo estableció en él su domicilio obteniendo, bajo pretexto de su custodia, una guardia permanente de dos gendarmes que impedían la aproximación al aparato de todo el que no fuese acompañado por el inventor. Pero si la incorruptibilidad de los guardianes no cedió ni ante las súplicas ni ante las dádivas de Luís, la travesura de su asistente se multiplicó con los obstáculos. Tan pronto mientras los viajeros visitaban los Inválidos, donde ya había hecho él conocimientos, se presentaba con una pierna de palo y unas barbas de chivo sirviendo de cicerone, como envuelto en los andrajos de mendigo, les pedía una limosna en medio de los bulevares, lo que—la mendicidad estando prohibida—le costaba pasar unas cuantas horas en la prevención. Casi siempre concluía por ser descubierto; así es que don Sindulfo decidió que en lo sucesivo no saldrían más que á misa y en carruaje. Pendencia se disfrazó de cochero; pero se vendió, porque al darle en francés las señas de la Magdalena, él, que no era fuerte en idiomas, los llevó al cementerio del Pére Lachaise.