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el anacronópete

acudió como un rehilete; la muchacha no anduvo bastante lista en evitarlo y, dándole en la nuca con la proa, en vez de uno fueron dos los cadáveres que sacó á la orilla. Con lo que, como el padre había sido la primera víctima y Mamerta tenía hecho testamento en favor de su esposo, don Sindulfo se encontró posesor de una fortuna considerable que unida á sus bienes le permitía emular la fama de Creso.

«Bien vengas mal si vienes solo» dice el refrán; y nunca proverbio tuvo más exacta aplicación, pues desde entonces empezaron las tribulaciones de nuestro sabio, si bien pueden darse todas por bien sufridas en gracia de los beneficios que reportaron á la ciencia.

Murió también por aquel entonces una hermana de don Sindulfo, tan rica como él, viuda de luengos años y madre de un tierno pimpollo de quince primaveras que respondía al nombre de Clara. Al dejar esta tierra, en la de Pinto, donde residía, nombró tutor de la niña á su hermano, después de dejarle su manda correspondiente, sin otra condición que la de no separar en vida á la huérfana de una mozuela, cuatro años mayor que Clara, con quien ésta se había criado y á quien, no obstante la condición humilde de Juanita—pues no pasaba de ser una criada suya—quería entrañablemente.

La viudez que lloraba nuestro sabio, sus aficiones que le incitaban á la soledad, las circunstancias que le atraían al retiro le indujeron á cambiar de residencia, y los dos inseparables con sus retortas y crisoles, sus pluviómetros y brújulas, sus pedruscos y sus fósiles, fueron á sepultarse en Pinto entre la inocente sencillez de Clara y las inocentes ocurrencias de Juanita que, hija de la tierra—sin dejar de serlo de su padre y de su madre, difuntos—largaba una fresca al lucero del alba en ese tono mayor que usa la gente de Madrid abandonada á su natural instinto. Los sabios