dos, repartiendo bofetones y latigazos con que hacer entrar en orden á aquellas acémilas humanas del servicio público, y mucho europeo consagrado á sus tareas, constituyen el movimiento de la población; pero aquello no es China; las casas que veo son las de mis latitudes, la gente con coleta que circula por las calles es la hez del pueblo uniformemente vestida, y yo necesito la tela del abanico, los colores, la luz, el recamo de oro, los bordados en seda, el Oriente, en fin, con sus mandarines, sus tropas, sus mujeres, su industria, sus diversiones, su vida peculiar.—Ya le veo á usted á la caída de la tarde persiguiendo modistillas chinescas—escribía á un amigo mío residente en Hong-Kong otro suyo de Madrid, y yo, aunque sin instintos de pirata callejero, deseaba conocer en toda su integridad la fisonomía del Celeste Imperio. Luégo iremos al barrio chino;—ahora recorramos la ciudad europea.
Hong-Kong es una maravilla. Edificada en anfiteatro sobre una peña que hace cuarenta años no tenía ni una planta, asombra el ver lo que los ingleses han hecho de ella en tan corto espacio. Calles paralelas y escalonadas, abiertas á lo largo de la isla, te ofrecen por doquiera la grata sombra de sus amenos, elegantes y caprichosos jardines; porque es de notar que, aprovechando los accidentes del terreno, han edificado sus avenidas de modo que las calles no parecen calles; al lado de un templo ves una esbelta escalinata que conduce á la casa contigua, levantada sobre un terraplén con árboles; junto al graderío que te hizo subir, se abre una cuesta con artística ornamentación, que te hace bajar al bungalow vecino; una tapia te oculta el cottage que se alza sobre el promontorio de una colina interior; de modo, que la vista va de sorpresa en sorpresa, descubriendo aquel sembrado de moradas espléndidas entre una vegetación artificial, y de fortificación en fortificación, de paseo en paseo, de la igle-